¿De dónde surge la autoestima? ¿Cómo se construye esa percepción tan íntima que tenemos de nuestro propio valor? Y, sobre todo, ¿por qué algunos niños crecen con una imagen positiva de sí mismos mientras que otros arrastran inseguridades que se prolongan hasta la adultez?
La autoestima es una pieza fundamental del desarrollo emocional. No se trata solo de "sentirse bien con uno mismo", sino de un proceso complejo que empieza a gestarse desde los primeros años de vida, se moldea en la infancia y se consolida —o se tambalea— durante la adolescencia.
¿Qué es la autoestima?
La autoestima puede definirse como el conjunto de creencias, percepciones y sentimientos que una persona tiene sobre su propio valor. Abarca tanto la evaluación emocional ("me gusto" o "no me gusto") como la cognitiva ("soy capaz", "no valgo nada"). No es un rasgo fijo, sino una construcción dinámica que cambia a lo largo del tiempo y en función del contexto.
Según la psicóloga Susan Harter, existen diferentes dominios de autoestima: académico, social, físico, familiar, entre otros. Un niño puede sentirse competente en un área (por ejemplo, en deportes) y tener dudas en otra (como las relaciones sociales), y todo ello influye en su percepción global de sí mismo.
Etapas del desarrollo de la autoestima
1. Primera infancia (0-3 años)
En esta etapa no existe aún una "autoestima" como tal, pero se ponen las bases. La forma en que los cuidadores responden a las necesidades del bebé —con afecto, contención y seguridad— crea un sentido primario de valía personal. El mensaje implícito es: "mereces cuidado, eres importante".
La teoría del apego de Bowlby destaca que un apego seguro favorece la exploración, la confianza básica en el mundo y, a largo plazo, una autoestima positiva.
2. Infancia temprana (3-6 años)
El niño empieza a tomar conciencia de sí mismo. A través del juego, el lenguaje y la interacción con figuras adultas significativas, comienza a formarse una autoimagen. Las valoraciones que recibe —"¡qué bien lo hiciste!", "eres muy listo", "no sirves para eso"— son interiorizadas como verdades sobre su identidad.
Según Erikson, esta etapa está marcada por el conflicto entre iniciativa vs. culpa. Si se permite al niño explorar, equivocarse y seguir intentando, desarrollará confianza en su capacidad. Si se le critica o sobreprotege en exceso, puede surgir la duda y la culpa.
3. Infancia intermedia (6-12 años)
Es un periodo crucial. El niño compara sus habilidades con las de sus compañeros, recibe calificaciones escolares, empieza a formar parte de grupos (clase, equipo deportivo, amistades) y busca aprobación externa. La autoestima se vuelve más global y estable, pero también más vulnerable.
La etapa se define por el dilema de laboriosidad vs. inferioridad. Si el niño siente que puede aprender y ser competente, fortalecerá su autoestima. Si por el contrario experimenta fracaso, burla o falta de apoyo, puede internalizar una imagen de inferioridad.
4. Adolescencia (12-18 años)
La adolescencia supone una verdadera revolución identitaria. Cambios físicos, emocionales y sociales se entrelazan con la búsqueda de sentido, pertenencia y autenticidad. Aparece una mayor capacidad de introspección: el adolescente ya no solo se pregunta “¿qué hago bien?”, sino “¿quién soy yo?” y “¿valgo como persona?”
La presión social, las redes, el aspecto físico, el éxito académico o deportivo, todo puede impactar profundamente en la autoestima adolescente. Aquí se fragua una imagen más estable de uno mismo, que puede perdurar durante décadas.
Factores que influyen en la autoestima
1. Vínculos afectivos seguros
Los niños necesitan saberse amados incondicionalmente. No por sus logros o su buen comportamiento, sino por el simple hecho de ser quienes son. Un vínculo sano con madres, padres u otras figuras significativas permite desarrollar una sensación interna de valía estable y resiliente.
2. Estilos de crianza
La investigación muestra que el estilo autoritativo (con límites claros, apoyo emocional y comunicación abierta) se asocia con una autoestima más alta. Por el contrario, estilos autoritarios o negligentes pueden generar inseguridad y autoconceptos negativos.
3. Experiencias de éxito y fracaso
La autoestima no se basa solo en palabras bonitas. También necesita experiencias reales de logro: aprender, mejorar, superar obstáculos. Pero también es importante que el niño aprenda a tolerar el error sin hundirse: el fracaso no debería ser una amenaza al valor personal, sino parte natural del aprendizaje.
4. Comparación social
Desde los 6 años, los niños comienzan a compararse. Esto puede estimularlos (“yo también quiero intentarlo”) o paralizarlos (“nunca seré tan bueno”). La clave está en moderar la comparación con autoaceptación: ayudarles a entender que cada persona tiene su propio ritmo y valor.
5. Influencia del entorno escolar y social
La escuela, los docentes y los grupos de iguales tienen un papel central. Un entorno que fomenta el respeto, el reconocimiento y la cooperación contribuye a una autoestima positiva. En cambio, el acoso escolar, la humillación o la marginación social son altamente destructivos para la percepción de uno mismo.
6. Cuerpo y autoimagen
Durante la adolescencia, la relación con el cuerpo se convierte en un eje fundamental de la autoestima. Las redes sociales y los cánones estéticos imponen modelos inalcanzables. Un adolescente que no encaja puede desarrollar vergüenza corporal, que erosiona su valía global. Promover una mirada crítica hacia estos modelos y fomentar el respeto al cuerpo propio es clave.
Señales de una autoestima saludable
- Confía en sus capacidades y se atreve a probar cosas nuevas.
- Acepta sus errores sin hundirse emocionalmente.
- Se siente valioso aunque no sea perfecto.
- Es capaz de poner límites y decir “no”.
- Se cuida, se respeta y se permite disfrutar.
¿Y si la autoestima está baja?
Una autoestima baja puede manifestarse en niños o adolescentes que:
- Evitan los desafíos por miedo al fracaso.
- Se critican con dureza o se comparan constantemente.
- Buscan aprobación excesiva o complacen para agradar.
- Se aíslan o tienen dificultades para relacionarse.
En estos casos, el acompañamiento emocional resulta esencial. Un adulto que escuche, que no juzgue, que vea lo que el niño aún no puede ver en sí mismo, puede marcar la diferencia. A veces también es necesario el apoyo psicológico para abordar heridas más profundas.
Cómo fomentar una autoestima sana
1. Valida sus emociones
No minimices lo que siente. “No llores”, “no es para tanto” son frases que niegan su vivencia. En cambio: “entiendo que estés triste, estoy contigo” refuerza su derecho a sentir y lo ayuda a regularse.
2. Ofrece reconocimiento genuino
No se trata de alabar por todo. Se trata de nombrar el esfuerzo, la perseverancia, la bondad. “Vi cómo ayudaste a tu hermano sin que te lo pidiera. Eso habla de tu generosidad”.
3. Enséñale a hablarse con amabilidad
El diálogo interno se aprende. Si tú le hablas con respeto cuando se equivoca, poco a poco él o ella podrá hacer lo mismo consigo.
4. Fomenta el aprendizaje emocional
Ayúdales a poner nombre a lo que sienten, a expresarlo de forma segura y a buscar soluciones. Esto les da poder sobre su mundo interno y les ayuda a conocerse mejor.
5. Cuida también tu propia autoestima
Los niños aprenden más de lo que ven que de lo que se les dice. Si te criticas todo el tiempo, si te cuesta poner límites o priorizarte, estás transmitiendo un modelo. Tu relación contigo es su escuela emocional.
Conclusión: sembrar autoestima es sembrar futuro
La autoestima no se construye con frases motivacionales ni con castillos de azúcar. Se forma en el día a día: en cada mirada que acoge, en cada límite con respeto, en cada momento donde se transmite al niño o adolescente: “eres valioso tal y como eres”.
Sembrar autoestima es sembrar cimientos para una vida emocional más libre, más sólida, más feliz. Y aunque ningún entorno es perfecto, siempre es posible reparar, acompañar y volver a ofrecer esa tierra fértil donde crecer con dignidad y confianza en uno mismo.