El trauma psicológico se refiere a experiencias abrumadoras (como abusos, accidentes, desastres) que dejan una huella emocional profunda. Un ataque de pánico, por su parte, es un episodio repentino de miedo intenso con síntomas físicos (palpitaciones, sudor, falta de aire, etc.), generalmente sin un peligro real inmediato. En los últimos años, psicólogos e investigadores han prestado especial atención a la conexión entre haber vivido un trauma y posteriormente sufrir ataques de pánico. De hecho, diversos estudios indican que una proporción sustancial de personas con trastorno de pánico reportan en su historial uno o más eventos traumáticos significativos . A la vez, muchos sobrevivientes de traumas experimentan crisis de pánico tras la experiencia, ya sea ante recuerdos o señales asociadas al evento, o incluso de forma inesperada sin un disparador claro . A continuación exploraremos por qué ocurre esta relación, qué factores la modulan y cómo puede abordarse desde la psicología con tratamientos eficaces.
Evidencia de la conexión entre trauma y ataques de pánico
Cada vez hay más evidencia científica de que sufrir un trauma aumenta la probabilidad de desarrollar trastornos de ansiedad como el pánico. Por ejemplo, un estudio que analizó el impacto de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en miles de niños y adolescentes de Nueva York encontró que quienes tuvieron una exposición intensa al evento traumático presentaron aproximadamente el doble de riesgo de desarrollar trastorno de pánico en comparación con aquellos con exposición leve . Además, haber tenido traumas previos individuales (como abusos u otros eventos aterradores) también se asoció con un riesgo significativamente mayor de trastorno de pánico (odds ratio ~2.4 en ese estudio) . Los autores concluyeron que los menores expuestos a traumas –especialmente aquellos con antecedentes traumáticos previos– eran particularmente vulnerables a desarrollar ataques de pánico o trastorno de pánico en el futuro .
La relación no solo se ha observado en niños. En adultos, investigaciones recientes refuerzan esta conexión. Un estudio de 2024 halló que los pacientes con trastorno de pánico tenían significativamente más experiencias de trauma infantil en sus antecedentes que personas sin este trastorno. No solo eso, sino que el nivel de trauma infantil estaba ligado a una mayor severidad de los síntomas de pánico, a través de mecanismos de personalidad: se observó que el trauma temprano incrementaba rasgos como el neuroticismo (tendencia a experimentar emociones negativas) y la sensibilidad a la ansiedad (miedo a los propios síntomas de ansiedad), lo que a su vez exacerbaba la intensidad de los ataques de pánico. En resumen, experiencias traumáticas (especialmente a edades tempranas o de gran intensidad) pueden predisponer a una persona a padecer ataques de pánico más adelante.
Cabe mencionar que no todas las personas que sufren un trauma desarrollarán pánico, pero la evidencia sugiere que el trauma actúa como un factor de vulnerabilidad. Por ejemplo, en poblaciones clínicas se ha visto que es muy común que quienes tienen trastorno de pánico reporten algún trauma previo en su vida. Inversamente, entre quienes sobreviven a hechos traumáticos, un porcentaje importante desarrolla ataques de pánico durante el evento o en las semanas posteriores . Incluso se ha documentado que entre un 53% y 90% de víctimas de traumas llegan a experimentar un pánico agudo durante el suceso traumático (conocido como pánico peritraumático). Este pánico peritraumático y los ataques de pánico en las primeras etapas posteriores al trauma se han asociado con mayores síntomas de estrés postraumático a mediano plazo. En otras palabras, la presencia de pánico junto al trauma puede agravar el impacto psicológico del mismo.
¿Por qué el trauma puede llevar a ataques de pánico? – Mecanismos psicológicos
Vivir un trauma afecta profundamente al sistema emocional y de defensa de una persona. Existen varios mecanismos psicológicos y neurobiológicos que explican cómo el trauma predispondría a ataques de pánico:
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Hipersensibilidad del sistema de alarma: Una experiencia traumática activa intensamente la respuesta de “lucha o huida” del cerebro. Después del trauma, el sistema nervioso puede quedar en un estado de hiperalerta o hipervigilancia, como si estuviera “a la espera” de nuevos peligros. Esta alteración involucra estructuras cerebrales como la amígdala (encargada del miedo) y el eje de estrés, que quedan sobresensibilizados. Como resultado, la persona traumatizada puede experimentar respuestas de ansiedad desproporcionadas ante estímulos menores: su corazón se acelera, hiperventila y siente una intensa aprensión (“algo terrible va a pasar”) incluso sin una amenaza real . Con el tiempo, esta desregulación del sistema de estrés favorece la aparición de trastornos de pánico y ansiedad crónica.
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Condicionamiento del miedo: Los traumas a menudo vienen acompañados de sensaciones físicas y señales específicas (lugares, ruidos, olores). El cerebro puede asociar esas señales con el terror vivido. Más adelante, cuando la persona se ve expuesta a algo que le recuerda (consciente o inconscientemente) al trauma, ese recuerdo puede actuar como disparador de un ataque de pánico. Por ejemplo, si alguien sufrió un accidente de coche, el simple sonido de frenos chirriantes o la velocidad en carretera podría detonar una respuesta de pánico condicionada. Este mecanismo es similar al de las fobias, pero en el caso del trauma las señales asociadas pueden ser muy variadas (un tono de voz, un aroma, una sensación corporal) y la reacción de pánico aparece súbitamente, a veces sin que la persona identifique claramente qué lo desencadenó.
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Interpretación catastrófica de las sensaciones: Tras un trauma, muchas personas quedan con un profundo sentido de vulnerabilidad. Han experimentado lo frágil que puede ser la vida y cuán repentinamente todo puede salirse de control. Esto puede llevar a que perciban sus propias sensaciones corporales de ansiedad de forma aterradora, interpretándolas como señales de que algo malo les ocurrirá de nuevo (por ejemplo, “si mi corazón late fuerte, significa que estoy en peligro”). Esta sensibilidad a la ansiedad implica temer las señales físicas del miedo, y es conocida por aumentar el riesgo de ataques de pánico. En quienes han vivido trauma, suele haber además un miedo a perder el control o a “volver a vivir” aquella impotencia sufrida. Así, una persona traumatizada puede entrar en pánico simplemente al notar una reacción corporal normal (como mareo o taquicardia) porque su mente la relaciona con aquella experiencia de estar indefenso o en riesgo de muerte.
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Recuerdos intrusivos y flashbacks: En casos de trastorno de estrés postraumático (TEPT), los ataques de pánico a menudo están directamente vinculados a recuerdos traumáticos. Los llamados flashbacks o memorias vívidas del trauma pueden irrumpir en el presente acompañados de intenso terror. Estudios comparativos han mostrado que durante los ataques de pánico, las personas con TEPT tienden a experimentar un miedo marcado a sus propios recuerdos y a que el trauma “vuelva a ocurrir”, mucho más que quienes tienen pánico sin historial de trauma. En otras palabras, en un ataque de pánico relacionado con TEPT, el contenido de los pensamientos de miedo gira en torno al trauma (ej. “voy a volver a vivir aquello”, “no soportaré estas memorias”), mientras que en un trastorno de pánico típico el miedo se centra más en las sensaciones corporales (“me va a dar un infarto”, “me estoy volviendo loco”). Este fenómeno indica que el recuerdo traumático no procesado actúa como núcleo del pánico en quienes sufren TEPT.
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Disociación y manejo del estrés: Otra secuela posible del trauma es la disociación, es decir, sentirse desconectado de la realidad o de uno mismo (como si se estuviera en automático, o viendo todo desde fuera). La disociación durante el trauma (p. ej., “irse” mentalmente mientras ocurre algo horrible) es un mecanismo de defensa de la mente. Sin embargo, se ha visto que quienes disociaron intensamente en el momento traumático pueden tener mayor dificultad para procesar esa experiencia, lo que podría relacionarse con más ansiedad posterior. De hecho, investigaciones señalan que haber experimentado disociación peritraumática (durante el evento) se asocia con más probabilidades de ataques de pánico luego del trauma. Se cree que esto ocurre porque la persona no llegó a “digerir” emocionalmente lo ocurrido y sigue reaccionando con alarmas fisiológicas desbordadas ante cualquier indicio de peligro, a la vez que puede tener lagunas o confusión sobre el evento (lo que dificulta aún más confrontarlo).
En síntesis, el trauma puede “programar” al cerebro para responder con pánico ante ciertas memorias, sensaciones o percepciones, incluso tiempo después de la experiencia original. Esta predisposición se ve potenciada por factores como la hiperactivación del sistema de miedo, las asociaciones condicionadas entre estímulos y terror, la interpretación catastrófica de las señales internas y la intrusión de recuerdos no procesados.
Factores que influyen en la aparición y severidad del pánico tras un trauma
No todas las personas traumatizadas desarrollarán ataques de pánico, ni todos los pacientes con pánico tienen la misma historia de trauma. Existen factores moduladores que pueden aumentar o disminuir la probabilidad de que alguien con trauma sufra ataques de pánico, así como influir en la gravedad de los mismos:
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Tipo y gravedad del trauma: Traumas que implican un alto grado de amenaza vital o terror (por ejemplo, violencia extrema, abuso sexual, desastres graves) tienden a dejar secuelas de ansiedad más profundas. Una exposición traumática severa se ha asociado con mayor prevalencia de trastorno de pánico que una exposición leve. Además, traumas repetidos o crónicos (como abusos continuos en la infancia o violencia doméstica prolongada) pueden generar un estrés postraumático complejo, que a menudo conlleva ansiedad más intensa y dificultad para regular las emociones, incrementando así la susceptibilidad a ataques de pánico.
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Edad en que ocurrió el trauma: Los traumas sufridos en la infancia o adolescencia, cuando la personalidad y el cerebro aún se están desarrollando, pueden tener un impacto más difuso y duradero. Estudios señalan que el trauma infantil se vincula a una mayor probabilidad de trastornos de ansiedad en la adultez, incluyendo el trastorno de pánico. Por ejemplo, haber sufrido abuso infantil (especialmente abuso sexual) se ha relacionado con mayor incidencia de ataques de pánico más adelante. En cambio, un trauma vivido de adulto, si bien puede desencadenar TEPT y pánico, ocurre en una psiquis más madura que quizás tenga mejores recursos para procesarlo.
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Reacción durante el trauma: La respuesta inmediata que la persona tuvo en el momento traumático también importa. Aquellos que experimentaron un pánico intenso durante el evento traumático (gritaron, sintieron terror incontrolable, creyeron que iban a morir) podrían quedar con una huella de memoria más atemorizante, predisponiendo a que ese recuerdo se reactive en forma de ataques de pánico. También, quienes disociaron fuertemente (como desconectarse emocionalmente) podrían no recordar claramente el trauma pero sí desarrollar síntomas físicos de ansiedad posteriormente. Por otro lado, una persona que durante el trauma logró mantenerse más calmada u organizada (aun con miedo, pero sin pánico) podría elaborar mejor lo ocurrido y tener menos probabilidades de pánico recurrente después.
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Antecedentes psicológicos y rasgos personales: La condición mental previa al trauma influye. Tener ya una tendencia a la ansiedad o depresión antes del evento puede incrementar la vulnerabilidad . Asimismo, ciertos rasgos de personalidad, como el mencionado neuroticismo (propensión a emociones negativas) o una marcada intolerancia a la incertidumbre, pueden hacer que el individuo afronte peor el trauma y quede más ansioso a largo plazo. La sensibilidad a la ansiedad –es decir, propensión a interpretar las sensaciones físicas benignas como peligrosas– es un rasgo que puede existir de base o aumentar tras el trauma, y se sabe que es un factor clave en el pánico. En cambio, una persona resiliente, optimista o con buen manejo del estrés quizás resista mejor el impacto traumático.
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Apoyo social y estrategias de afrontamiento: El contexto posterior al trauma puede amortiguar o agravar el riesgo de pánico. Contar con apoyo social, familia y amigos contenedores, o acceso a grupos de apoyo, suele ayudar a procesar el trauma de forma saludable y reduce la probabilidad de desarrollar trastornos de ansiedad. Por el contrario, la falta de apoyo o incluso la revictimización (p.ej., no ser creído, enfrentar otro estrés severo pronto después) aumentan la carga emocional y pueden desencadenar más ataques de pánico. Igualmente, las estrategias de afrontamiento que use la persona importan: recurrir a sustancias (alcohol, drogas) o evitar constantemente cualquier recuerdo del trauma, aunque comprensible, puede empeorar la ansiedad a largo plazo. En cambio, buscar ayuda profesional, hablar de lo ocurrido en un ambiente seguro y practicar técnicas de relajación puede mitigar síntomas y prevenir la cronificación del pánico.
Resumiendo, factores como la severidad y repetición del trauma, la edad de la víctima, la respuesta psicológica durante el evento, su estado mental previo y el entorno posterior interactúan para determinar si un trauma derivará (o no) en ataques de pánico. Entender estos factores es útil para personalizar el tratamiento y la prevención.
Tratamientos psicológicos para manejar el trauma y la ansiedad
Afortunadamente, existen tratamientos basados en la evidencia que pueden ayudar a las personas a superar un trauma psicológico y controlar los ataques de pánico. Las principales intervenciones provienen de la psicoterapia, a menudo combinada con técnicas específicas para la ansiedad. A continuación, describimos algunas de las terapias y estrategias con mayor respaldo científico en un lenguaje accesible:
Terapia Cognitivo-Conductual (TCC)
La psicoterapia (terapia psicológica hablada) es considerada la primera línea de tratamiento para los ataques de pánico y el trastorno de pánico. En particular, la terapia cognitivo-conductual (TCC) ha demostrado gran eficacia. Esta terapia se enfoca en dos aspectos: los pensamientos (cogniciones) y las conductas (reacciones) frente al miedo. El terapeuta colabora con el paciente para identificar las ideas catastróficas o creencias erróneas sobre los síntomas (por ejemplo, la creencia de “me voy a morir si tengo un ataque de pánico”) y reestructurarlas por interpretaciones más realistas y tranquilizadoras. Al mismo tiempo, la TCC utiliza técnicas de exposición controlada para romper el círculo de miedo. Por ejemplo, de manera gradual y segura, el terapeuta puede inducir en la persona algunas sensaciones físicas similares a las de un ataque de pánico (como hiperventilar ligeramente para acelerar el pulso) durante la sesión . Al repetir esta exposición en un entorno seguro, el paciente aprende por experiencia directa que esas sensaciones no son peligrosas y que puede tolerarlas sin que ocurra una catástrofe. Con el tiempo, esta práctica reduce drásticamente el miedo a los síntomas corporales y, por ende, los ataques de pánico van perdiendo intensidad y frecuencia.
En casos donde hay trauma de por medio, la TCC a menudo se adapta para abordar también esos recuerdos. Hay variantes de TCC específicas para el TEPT, como la terapia de exposición prolongada y la terapia cognitiva de procesamiento, que se centran en ayudar al paciente a afrontar el recuerdo traumático en lugar de evitarlo. Por ejemplo, la exposición terapéutica consiste en revivir de forma dosificada el evento (contándolo, imaginándolo o visitando en la realidad lugares asociados) bajo la guía del terapeuta. Inicialmente esto provoca ansiedad, pero con repetición el recuerdo va perdiendo su poder abrumador. Este enfoque desensibiliza la reacción de miedo ligada al trauma y reduce síntomas como las pesadillas, flashbacks y también la ansiedad/pánico que dichos recuerdos disparaban. Asimismo, la reestructuración cognitiva (otra técnica de TCC) ayuda a la persona a darle un significado más adaptativo a lo que vivió –por ejemplo, a dejar de culparse por el trauma o entender que sus reacciones fueron normales dada la situación–, lo cual alivia la carga emocional y la hipervigilancia.
En suma, la TCC proporciona herramientas prácticas para reentrenar la mente y el cuerpo frente al miedo: enseña a interpretar de otro modo las señales de ansiedad, a enfrentar gradualmente lo temido y a desarrollar habilidades de afrontamiento. Con TCC, muchos pacientes logran superar los ataques de pánico (o reducirlos a un nivel muy manejable) y procesar traumas pasados de forma que dejen de generar angustia en el presente. Cabe mencionar que es un tratamiento de duración limitada (generalmente semanas o pocos meses) y con un alto nivel de evidencia científica de eficacia.
Terapia EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares)
La terapia EMDR es otra intervención reconocida, sobre todo para tratar traumas psicológicos. Sus siglas en inglés significan Eye Movement Desensitization and Reprocessing, que se traduce como Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares. A grandes rasgos, el EMDR combina técnicas de exposición al recuerdo traumático con una estimulación bilateral del cerebro (mediante movimientos oculares guiados por el terapeuta, sonidos alternos, toques, etc.). ¿Cómo funciona esto? Aunque todavía se investiga su mecanismo exacto, en la práctica se observa que seguir con la vista un estímulo que se mueve rítmicamente de lado a lado mientras se evocan aspectos del trauma ayuda a que el recuerdo pierda intensidad emocional. En palabras sencillas, el uso de estos movimientos oculares rápidos parece aliviar la ansiedad asociada con el trauma, permitiendo que la mente reprocese el evento y lo “archive” de una manera menos perturbadora.
El EMDR se aplica en ocho fases estructuradas, incluyendo preparación, identificación de la memoria diana, estimulación bilateral y evaluación del cambio. Numerosos estudios han respaldado su eficacia en el trastorno de estrés postraumático; de hecho, tanto la Organización Mundial de la Salud como asociaciones de psicología la reconocen como terapia de elección para TEPT. En cuanto a los ataques de pánico, el EMDR puede ser beneficioso cuando estos están conectados a experiencias traumáticas previas (aunque la persona no siempre lo note conscientemente). Al reprocesar los eventos originarios, muchas veces disminuyen los síntomas de ansiedad y pánico actuales. Por ejemplo, en un estudio de caso clínico, un paciente con trastorno de pánico derivado de un trauma fue tratado con EMDR durante 11 sesiones, logrando una reducción significativa de los síntomas de pánico y de estrés postraumático al finalizar la terapia. Si bien en ese caso individual algunos síntomas leves reaparecieron tiempo después, continuando con más sesiones para abordar todos los disparadores pendientes se observó una mejora sólida, concluyendo que el protocolo estándar de EMDR (trabajando varios recuerdos traumáticos relevantes) fue efectivo para disminuir los ataques de pánico asociados al trauma.
En resumen, la terapia EMDR ofrece un camino alternativo (y a veces complementario a la TCC) para sanar traumas: en lugar de hablar extensamente del evento, se centra en las imágenes, creencias y emociones ligadas al trauma mientras involucra estimulación sensorial bilateral. Esto facilita que el cerebro “digiera” la experiencia traumática y elimine el bloqueo emocional, reduciendo síntomas como la hipervigilancia, la ansiedad intensa y las respuestas de pánico ante recuerdos. Muchas personas que han completado un tratamiento con EMDR describen sentir que “el recuerdo ya no duele” o que lo ven como algo distante que quedó en el pasado. Como resultado, las alarmas de pánico disminuyen porque aquello que las detonaba (las memorias no procesadas) ya no ejerce el mismo poder.
Otras estrategias psicológicas y consejos prácticos
Además de las terapias formales como TCC o EMDR, existen otras estrategias basadas en la evidencia que pueden ayudar a manejar la ansiedad y el trauma en el día a día, o complementar la psicoterapia:
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Técnicas de relajación y respiración: Aprender a calmar las respuestas físicas del cuerpo puede ser muy útil para lidiar con los síntomas de pánico. Prácticas como la respiración profunda (respirar lento y abdominalmente), la relajación muscular progresiva (tensionar y soltar grupos musculares sucesivamente) o el yoga y la meditación mindfulness, han demostrado reducir la activación del sistema nervioso. Por ejemplo, controlar la respiración puede contrarrestar la hiperventilación durante un ataque de pánico, atenuando síntomas como el mareo o la sensación de ahogo. Estas técnicas, si se practican regularmente, aumentan la sensación de autocontrol y bajan la probabilidad de escaladas ansiosas.
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Psicoeducación y autocuidado: Informarse sobre la naturaleza del trauma y del trastorno de pánico ayuda a perder el miedo al miedo. Comprender que los síntomas (sobresaltos, recuerdos intrusivos, ansiedad intensa) son reacciones comunes tras un trauma y saber que no significan volverse “loco” ni que el peligro siga presente, aporta alivio. Los profesionales suelen brindar psicoeducación explicando el ciclo del pánico, cómo el cuerpo reacciona al estrés y cómo se puede recuperar el equilibrio. Por otro lado, mantener hábitos saludables es importante: dormir suficiente, llevar una rutina equilibrada y evitar desencadenantes como la cafeína, el alcohol u otras sustancias estimulantes (que pueden agravar la ansiedad). El ejercicio físico regular también es recomendado, ya que tiene un efecto ansiolítico natural y mejora el estado de ánimo.
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Apoyo social y terapia de grupo: No afrontar el trauma y la ansiedad en soledad puede marcar una gran diferencia. Contar con redes de apoyo –familia, amigos comprensivos o grupos de ayuda mutua– proporciona un espacio para expresarse sin juicio y sentirse entendido. Unirse a un grupo de apoyo de personas que han pasado por experiencias similares (por ejemplo, un grupo de sobrevivientes de trauma o de manejo de ansiedad) permite compartir vivencias, estrategias de afrontamiento y brinda esperanza al ver la recuperación de otros. La terapia de grupo guiada por un profesional también puede ser útil, ya que combina el factor de apoyo social con técnicas terapéuticas estructuradas.
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Enfoque “informado en el trauma”: Muchos terapeutas y centros aplican actualmente el principio de trauma-informed care, es decir, tener en cuenta el impacto del trauma en la persona durante cualquier intervención. Esto implica crear un entorno de seguridad, confianza y empatía, donde el paciente no se sienta juzgado y tenga control sobre su proceso. Un enfoque sensible al trauma reconoce que ciertas reacciones difíciles (como irritabilidad, hiperalerta, evitación) son parte de la lesión psicológica, y ayuda al individuo a sentirse validado. Dentro de este marco, se integran las terapias mencionadas (TCC, EMDR, exposición) de forma flexible, adaptándose al ritmo y las necesidades del paciente para no re-traumatizarlo. Este abordaje global ha mostrado mejorar la eficacia del tratamiento, porque la persona se involucra más cuando siente comprensión y apoyo en lugar de presión.
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Tratamiento psiquiátrico combinado (de ser necesario): Si bien la pregunta se enfoca en lo psicológico, vale la pena mencionar que en algunos casos se utilizan medicamentos como complemento. Los antidepresivos (p. ej. ISRS) y ansioliticos pueden ayudar a controlar la hiperactivación fisiológica mientras la terapia hace efecto, especialmente en TEPT severo o trastornos de pánico muy incapacitantes. La combinación de psicoterapia y medicación es común y puede ser decidida junto a un psiquiatra. Sin embargo, la medicación por sí sola no resuelve el trauma subyacente; por eso, incluso cuando se usan fármacos, la terapia psicológica sigue siendo crucial para lograr una recuperación a largo plazo.
En conclusión, el vínculo entre trauma y ataques de pánico está bien documentado: una experiencia traumática puede dejar “activado” el sistema de miedo de la persona y predisponerla a reaccionar con pánico ante ciertos estímulos o recuerdos. Factores como la gravedad del trauma, la etapa de la vida en que ocurrió y el apoyo disponible influyen en qué tan marcada sea esta predisposición. Afortunadamente, sí es posible romper el ciclo trauma-pánico. Intervenciones como la terapia cognitivo-conductual y la terapia EMDR, apoyadas por estrategias de autocuidado y un entorno comprensivo, permiten procesar las heridas del trauma y recuperar la calma. Con tratamiento, la mayoría de las personas logra disminuir significativamente sus síntomas de ansiedad, prevenir los ataques de pánico o eliminarlos, y retomar el control de sus vidas . Si tú o alguien cercano ha pasado por un trauma y sufre ansiedad o pánico, es importante saber que no está solo y que existen terapias efectivas que pueden ayudarle a sanar y sentirse mejor. Buscar ayuda profesional es el primer paso para transformar el miedo y la angustia en resiliencia y bienestar.
Autor: Psicólogo Ignacio Calvo